A finales del S. XIX la ciencia médica dio un gran salto, con el desarrollo de la bacteriología. Las diferentes naciones descubrieron que la excelencia en esta disciplina era un factor estratégico para mejorar la salud de la población y para el crecimiento de la producción agropecuaria. Con este fin, en 1887 se creó el Instituto Pasteur en Francia. En julio 1891 el Instituto Robert Koch en Alemania. Pero no sólo los grandes imperios apostaron por la misma, también las jóvenes repúblicas americas se dieron cuentas que había que invertir en ello. Apenas tres meses después, en octubre de 1891, el presidente argentino Carlos Pellegrini promulgaba una Ley que creaba el Departamento Nacional de Higiene, con la misma misión.

En Buenos Aires, las primeras instalaciones de investigación se inauguraron en 1893, bajo la dirección del doctor Telémaco Susini, formado con Koch, y en los siguientes años se empezaron a formar los primeros profesionales en la materia, como los doctores Malbrán, Delfino, Penna, Roffo, Mazza y otros, en diferentes lugares dentro de la ciudad y en la isla de Martín García.
Pero pronto quedó claro que se necesitaba una infraestructura más grande y en 1904, el presidente Julio Argentino Roca puso la piedra fundamental del edificio del Instituto Bacteriológico, en un predio de 5 hectáreas. Se le dotó de un presupuesto de 3,7 millones de pesos, financiado con un impuesto a los medicamentos, lo que representaba un 2,2% de todo el presupuesto nacional (el equivalente hoy serían 1300 Millones de USD).
La construcción fue larga dada la escala y las características del centro, que no tenía precedentes en el país y pocos en el mundo. Hubo que traer materiales y diseños del extranjero. También se contrató, en 1913, como Director a Rudolf Krauss, destacado bacteriólogo austro-húngaro que dio forma final al proyecto, con más de 30 profesionales entre investigadores y técnicos.

Mientras tanto, desde 1914, el ejército alemán empezó a analizar la posibilidad de utilizar bacterias, producidas en laboratorio, como armas, con el objeto de enfermar a los soldados enemigos, así como a sus animales de trabajo e incluso a sus cosechas.  En 1916, se lanzó un primer ataque contra el trigo en Rumanía, mientras otros agentes alemanes, encabezados por el doctor Anton Dilger, montaban apresuradamente un laboratorio en los EEUU para afectar tanto a los cultivos como a las mulas que se enviaban a Francia.   Aunque parezca ficción esta historia es totalmente real.

En Argentina, la inauguración oficial fue en julio de 1916 y tocó a la administración del nuevo presidente, Hipólito Yrigoyen, ponerlo en marcha. La instalación era enorme como se puede apreciar en las fotos puesto que se desarrollaban cultivos, criaban animales de laboratorio y había cuadras y corrales para tratar caballos y otros ganados, que era una de las funciones clave del instituto. Llegó en un momento fundamental cuando, siguiendo las investigaciones del historiador americano Jamie Bischer y otros, durante 1917 y 1918 hubo varios ataques bacteriológicos por parte de los hombres de Dilger, enviados en barco vía Cuba, contra mulas y trigo argentino, para bloquear los suministros a los Aliados.  Se presencia del oficial farmacéutico Hermann Wupperman en Buenos Aires con esta misión es un hecho histórico.

Pero, sobre todo, sirvió para enfrentar la pandemia de 1918-19, en los cuales el Instituto desarrolló sueros, terapias y vacunas para tratar a los pacientes. Hoy día no se sabe el grado de inoculación que tuvo (llegó en los últimos meses de la segunda ola), pero había un plan para aplicarla a todos los empleados de infraestructuras críticas. Aun así fue una fuente de información científica y de asesoramiento clave para la autoridades.

Abajo vemos algunas fotos conservadas en el archivo de la Facultad de Medicina, de la UBA.
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