En 1904, después de 50 años de robos, extorsiones, secuestros y asesinatos, la Argentina consiguió establecer el orden público en la última de las zonas marginales, las más alejadas de los puertos y centros urbanos, dando seguridad a trabajadores, servicios públicos y empresas. En poco más de 25 años, las tribus indígenas que habían jurado fidelidad a la bandera y a la constitución, sumadas a la acción de los pioneros, los misioneros y del Estado, habían ido garantizando el imperio de la ley y el control efectivo del territorio. Lo que se conoce como el «último malón» ocurrió ese año en San Javier, un pueblo al norte de Santa Fé.
En ese momento, San Javier era un pequeño municipio con un intendente local, una pequeña fuerza policial y una misión de monjes franciscanos. La población estaba formada por los indios mocovíes del clan de Mariano López, y un número de pioneros e inmigrantes que se dedicaban a la agricultura y el comercio, y daban trabajo a los indios en los campos. Todos, indios, pioneros e inmigrantes, eran mayormente católicos y devotos de San Francisco Javier, cuya fiesta del 3 de diciembre de 1903 fue muy concurrida y fervorosa.
A principios de 1904, cerca de San Javier, se formaron dos grupos de bandoleros armados, desprendidos de los mocovíes. Sus líderes eran Juan y Andrés López, hermanos de Mariano. Atrajeron a algunos de los indios con el discurso de que era injusto que los blancos tuviesen más dinero y mejores casas. Acusaron a su hermano de «vender» a su raza. Uno de los grupos asaltó violentamente las fincas de los agricultores de San Javier, incluso asesinando a uno de ellos durante un robo a su campo. En la vecina localidad de San Martín Norte, donde también vivía un clan mocoví totalmente integrado, la policía se enfrentó a la otra banda con el resultado de un asaltante muerto y varios heridos. Las dos bandas terminaron uniendo sus fuerzas en el mes de abril y, como resultado, los robos y ataques se incrementaron.
Los López renegados impusieron a sus seguidores la vuelta a la ancestral religión mocoví e incorporaron a oráculos o chamanes (llamados popularmente tata-dioses) que profetizaron que una gran inundación iba a arrasar con los pobladores de San Javier, dejando sus riquezas en su poder. Sin embargo, cuando el diluvio, lógicamente, no se produjo, el chamán manifestó que era una señal de los dioses para saquear el pueblo por las armas. Casualmente lo que los hermanos querían.
La banda se reunió, armadas con sus caballos, lanzas, boleadoras y en formación de ataque cerca de San Javier, derribando a hachazos los postes de telégrafo que conectaban el pueblo con Santa Fé, para que no pudiesen pedir refuerzos. Para evitar el inminente ataque y un baño de sangre, el intendente Romero y su secretario se acercaron a hablar con Juan López. Este intentó engañarlo diciéndole que solamente estaban allí para «despojar a Mariano de su título de cacique». Romero no se fue nada convencido y se dispuso a defender el pueblo.
El intendente consiguió enviar un pedido de ayuda por una línea telegráfica secundaria que pasaba por Resistencia. La mala noticia fue que los refuerzos tardarían 24 horas en llegar. Mientras tanto, repartió armas entre la población y la gente se subió a los techos de las casas. Era una medida desesperada porque tenían muy pocas municiones y se dispusieron a esperar el ataque. Lo que más temían era un ataque nocturno.
En ese momento, llegó a caballo Félix Lena, un productor agrícola. Probablemente no sabía lo que estaba pasando. Esa mañana, los salteradores le habían robado unos caballos de su finca y se acercó a Juan López para recriminárselo y reclamar su devolución. Como respuesta lo atravesaron con una lanza. Al ver esto, los pobladores de San Javier empezaron a disparar desde los techos para defenderlo.
Los jefes de los asaltantes ordenaron atacar en tres columnas. Cada una llevaba un jefe por delante portando una bandera, armado con dos cuchillos y gritando órdenes y consignas guerreras. Los pobladores, tanto los indígenas de Mariano López, como inmigrantes y policías se defendieron disparando desde la intendencia, la torre de la Iglesia, la terraza y algunos comercios de la zona. La calles de tierra se llenaron de polvo levantado por los caballos y humo de los disparos.
Al principio, pareció que iba a ser imposible detenerlos. Eran demasiados y ellos demasiado pocos. Pero los defensores tuvieron algo de suerte. En medio de la confusión, Juan López cayó muerto, al igual que el oráculo. Después de eso, los indios empezaron a dispersarse, dejando varios muertos en la calle. Romero le ordenó a Mariano López que fuese a hablar con su hermano Andrés, para decirle que el pueblo no se iba a rendir y exigirle que depusiera las armas.
Mariano lo hizo y trajo consigo a Andrés, que quedó detenido en la comisaría. Después de esto, otros indios decidieron entregarse y fueron encerrados en un corralón. Algunas partidas huyeron a caballo hacia el norte o hacia el oeste. Romero hizo recoger a los asaltantes heridos. Por la noche nadie durmió. Los sanjavierinos se parapetaron para esperar un segundo ataque de los huidos que, afortunadamente, no se produjo. Sólo al día siguiente llegaron los refuerzos por medio de un vapor que remontó el río Paraná y el intendente envió a los heridos más graves a los hospitales de Santa Fé.
Desde ese momento, San Javier recobró la paz y los indígenas mocovíes siguieron trabajando perfectamente integrados en la población. Trece años después, la historia quedó representada en la película «El último malón» de Alcides Greca, hijo de uno de aquellos valientes sanjavierinos, estrenada en Rosario en abril de 1918 (fotograma de la película en la imagen destacada).