Hace poco leía un estudio de la consultora IDC que calculaba que en 2019 el mercado global de big data alcanzará los 187.000 millones de dólares, lo que representa un crecimiento del 50 por ciento respecto a los 122.000 de 2015. Sin embargo, este crecimiento no es homogéneo en todos los segmentos que analiza, puesto que determina que el volumen del negocio de servicios se incrementará mucho más rápido que el hardware y software, y superará los 100.000 millones de dólares en 2019.
Evidentemente, en un mercado de este enorme tamaño y semejante crecimiento hay numerosos actores interesados en posicionarse y quedarse con un trozo del pastel. Todos los días leemos artículos y notas de prensa sobre nuevos productos, servicios y casos de éxito en los más variados ámbitos de aplicación, protagonizados por compañías de diferentes sectores y con diferentes aproximaciones al tema.
Así las cosas, estrategas, consultores, expertos en marketing y emprendedores se desesperan buscando el nuevo “producto disruptivo”, la “killer application” que les permita superar a los demás y hacerse con la posición de liderazgo en un mercado fragmentado y enormemente competitivo. Esta búsqueda me recuerda mucho a la búsqueda de “El Dorado” en el siglo XVI.
En aquel tiempo, poco después de su descubrimiento, América era un enorme territorio incógnito pero que prometía generar grandes riquezas para quienes aceptaran el reto de explorarlo y asentarse en él. Por eso mismo, numerosas empresas de todo tamaño intentaron aprovechar esta oportunidad: desde grandes expediciones oficiales financiadas por los Gobiernos hasta pequeñas aventuras personales.
La prueba del concepto la dieron los conquistadores como Francisco Pizarro, capaz de descubrir y extraer enormes cantidades de metales preciosos (oro y plata) que se concentraban en grandes minas controladas por los reinos indígenas (especialmente por el Imperio Inca).
Con este antecedente, cuando los exploradores españoles llegaron a la actual Colombia y escucharon los relatos indígenas sobre un cacique que era coronado en medio de un baño de “polvo de oro”, pensaron, con toda lógica, que ese territorio, poblado por los indios muiscas, albergaría una o más minas de tamaño similar o superior a las halladas entre los Incas.
La primera expedición, encabezada por Gonzalo Jiménez de Quesada, llegó al reino de los muiscas el 9 de marzo de 1537. Pronto encontraron aisladamente algunas joyas y oro que los indios les daban, con sorpresa para ellos, sin mayor resistencia. Dos semanas más tarde penetraron en el valle de Los Alcázares donde ya encontraron un gran número de objetos de oro y esmeraldas, repartido en pequeñas cantidades entre numerosas casas y poblados, que los indígenas intercambian o entregaban sin gran resistencia.
Es entonces cuando los indígenas los guiaron hasta la laguna de Guatavita. Éste era un pequeño estanque en la cumbre de una montaña, donde se realizaba la coronación de los reyes (caciques) muiscas. Allí -les dijeron, confirmando el relato que conocían-, cada nuevo soberano cruzaba la laguna en una balsa mientras era untado de polvo de oro y, durante el trayecto, se arrojaban numerosos objetos sagrados de oro a la laguna, como ofrenda a sus deidades.
Jiménez de Quesada regresó a su base en Santa Marta con una fortuna: más de 200.000 pesos en oro y 1.500 esmeraldas que repartió, de acuerdo con la ley, entre la Corona y los 178 supervivientes de la expedición. Su relato ratificó la impresión entre los exploradores de que una o varias enormes minas de oro se ocultaban en el territorio muisca. Dedicaron entonces grandes esfuerzos a “peinar” toda esa zona inhóspita en busca de esa fuente de riqueza e invirtieron enormes recursos en carísimas expediciones. Sin embargo, algunos exploradores, como Felipe de Utre o Francisco Orellana, no encontraron nada.
En 1545, Hernán Jiménez de Quesada, hermano de Gonzalo, vuelve a Guatavita y hace un primer intento de drenar la laguna. A golpe de cubo, y con los trabajos forzados de mil indios, consigue bajar el nivel unos tres metros y rescatar del fondo de la laguna otras 3.000 ó 4.000 pesos de oro. El interés se acrecentó. ¿Estaría todo el oro en la laguna? Pero no encontró ninguna mina.
Las expediciones de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre (1560), Pedro Malaver (1568), Diego Hernández de Serpa (1569) y, nuevamente, Gonzalo Jiménez de Quesada (1573) volvieron a explorar la zona sin ningún resultado. La mina de “El Dorado” seguía esquiva. El único oro que se obtenía y se fundía era el que buscaban y entregaban los indígenas. En 1575 los españoles dieron medio kilo de oro fundido a todos los aborígenes en compensación por sus trabajos.
Sobre 1585, Antonio de Sepúlveda, un comerciante radicado en la cercana Santa Fe de Bogotá, hizo otro intento en la Laguna de Guatavita. Mandó construir un poblado en las cercanías y reclutó a miles de trabajadores indígenas (hay antecedentes de que los indios cobraban por estos trabajos) para abrir un tajo en la tierra que rodeaba la laguna y hacer que el agua cayera por la ladera de la montaña. De esta forma consiguió reducir el nivel del agua en 20 metros, hasta que se produjo un derrumbe, que acabó con la vida de muchos trabajadores y con la empresa. No obstante, consiguió un beneficio de 12.000 pesos extraídos del fondo. ¿De dónde había salido todo ese oro?
Siguieron los intentos: Antonio Berrío (entre 1584 y 1595), Domingo de Vera e Irigoyen (1593), el corsario británico Walter Raleigh (1595), el padre José Cabarte (sobre 1700), Manuel Centurión (entre 1770 y 1780). Pero todos fracasaron, la mina de oro de El Dorado, luego adornada con la imagen de una fantástica ciudad construida en oro, no aparecía. ¿Se trataba sólo de una leyenda? Hoy sabemos que no.
En 1969, en una olvidada cueva de Pasca apareció la “balsa muisca”, una delicada pieza de orfebrería en oro que reproduce la escena de la coronación de los reyes muiscas, con todos sus protagonistas “bañados” en polvo de oro (se había encontrado otra en 1856, pero supuestamente se hundió en un barco y no se pudo estudiar). La leyenda cobraba vida, pero… ¿de dónde venía y había acabado tanto oro?
Investigaciones recientes, encabezadas por Alicia Villegas, directora del Museo del Oro en Bogotá y un equipo internacional, demuestran que nunca existió la mina de El Dorado. La huella química del oro muisca revela que estos no lo obtenían de sus tierras sino a través del comercio con otras tribus indígenas que vivían en la otra margen del río Magdalena (barrera natural), por medio del intercambio de… sal.
La verdadera fuente de riqueza de los muiscas era, por tanto, la sal. En su territorio controlaban extraños manantiales de agua salada, lejos de la costa, que les daba acceso a un bien muy preciado en el mundo antiguo. La sal era su verdadera moneda de cambio y de atesoramiento. Para ellos, el oro solo servía para ornamentar sus casas y altares, no se usaba otra cosa. Para ellos carecía del valor que le daban los españoles, por eso lo entregaban con cierta indiferencia.
En definitiva, los conquistadores realmente se habían hecho con El Dorado ¡sin saberlo! Sin mucho esfuerzo habían fundido 80 toneladas de oro, obtenidas de pequeños objetos y joyas repartidos en miles de pequeñas piezas, conseguidas en un centenar de pequeños poblados. Todos los demás intentos por encontrar la “gran fuente de oro” eran fútiles porque ésta nunca existió.
Temo que con big data ocurra un poco lo mismo: que por buscar la panacea, la gran “mina de datos” que nos permita dar el “gran salto”, estemos desperdiciando miles de pequeñas oportunidades de mejora en procesos o en nuevos negocios con clientes, a los que no prestamos la suficiente atención o dedicamos pocos recursos. Porque estas oportunidades más pequeñas, sumadas, pueden generar un volumen similar al nuevo negocio que estamos tratando de captar.
Aunque claro, para esto tenemos que perseverar en industrializar formas de análisis, en machine learning, en mejorar y hacer más productivo el almacenamiento de datos… Tratar de tener a los mejores profesionales y la mente más abierta. Y no caer en la trampa de los “grandes casos de negocio”. Porque, como dijo el Panquiaco, el hijo del cacique Comagre, al intercambiar su oro con la tropa de Vasco Núñez de Balboa: “Mas empero, si tanta gana de oro tenéis, que desasoseguéis y aun matéis los que lo tienen, yo os mostraré una tierra donde os hartéis de ello”.