A partir de la Cumbre de la Tierra del año 1992 en Río de Janeiro y los Protocolos de Kyoto (1997) el tema de la sostenibilidad del desarrollo ha estado en la agenda de los gobiernos, la sociedad civil y grandes empresas. Aunque, en general, los medios de comunicación ponen acento en las polémicas sobre el «calentamiento global» (sus causas, efectos y velocidad), hay que reconocer que a partir de esos años se estableció un consenso explícito muy importante: que es necesario «hacer algo» (aun con diversas opiniones sobre ese «algo») entre todos para asegurar el mantenimiento de la «casa común» (al decir del Papa Francisco): el planeta Tierra.
En general, la palabra para identificar ese «algo» es sostenibilidad, actualmente muy utilizada en todos los ámbitos. Por supuesto, existen muchas definiciones y opiniones acerca del alcance del término (hay una discusión muy interesante en este portal de activismo medioambiental).
Nos inspiraremos aquí en la definición clásica de Bruntland (1987): «Sostenibilidad (o desarrollo sostenible en términos económicos) es el desarrollo que cubre las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones de cubrir sus propias necesidades«. Pero no caeremos en la trampa de asumir que el desarrollo sostenible se refiere sólo a los aspectos sociales o medioambientales. Me convence más entender la sostenibilidad basada en la construscción simultánea de 3 «pilares»: el social, el económico y el medioambiental. Si un «pilar» es débil el conjunto del sistema es insostenible.
Los 3 pilares de la sostenibilidad By Andrew, Sunray, based on «File:Sustainable development.svg» by Johann Dréo |
Este es, por definición, un esfuerzo global. La sociedad civil, con su poder de consumo y movilización, presiona sobre las empresas premiando a quienes tienen conductas más sostenibles y castigando a quienes hacen un mayor derroche de recursos. También influye sobre los Gobiernos para alinear las regulaciones con este objetivo de sostenibilidad o el impulso a servicios públicos más «verdes». Además, se reconoce que no sirve que un sólo país o región (o sector económico) sea sostenible. La biosfera está interconectada y no reconoce fronteras políticas. La sociedad también apunta a lograr que se coordinen las políticas de países vecinos, hasta un nivel global. Ése es el principal legado de Río y Kyoto.
Partiendo de esta idea compartida, los que trabajamos en empresas o administraciones tenemos una gran oportunidad para influir en las decisiones que se toman en el día a día para «alinearnos» en este consenso global y ayudar en este objetivo compartido. Es importante decir que esto no es incompatible con las presiones por los resultados del día a día. Como decía antes, el consumidor, cliente o simple ciudadano es lo que, en general, está esperando de nuestras organizaciones y está dispuesto a premiarlo.
Un ejemplo de esto es la evolución de la lucha contra el trabajo infantil. En los años ´80 esta consciencia no existía y numerosas fábricas textiles globales apenas controlaban las prácticas de sus subcontratistas en países emergentes. Simplemente buscaban una reducción de costes deslocalizando su producción a países con mano de obra más barata. Actualmente, toda compañía de relevancia tiene un programa para prevenir estas prácticas, incluso aunque no sea directamente responsable. El principal motivo de este cambio es el impacto de millones de decisiones individuales de consumo en pro de la compañías más responsables.
En el fondo es de sentido común. Hacer lo correcto, hacer lo que indica la moral pública desde el punto de vista de cualquier observador objetivo tiene premio. Y cuanto mejor se haga o más innovador se pueda ser para colaborar en este esfuerzo global, este puede ser un factor muy importante de diferenciación competitiva.
Nadie está hablando de transformar a la empresa en una ONG sino tomar decisiones más sostenibles con un consumo similar de recursos e incluso con un mejor ROI a largo plazo. No obstante, para generalizar esto en el ámbito de las Empresas y la Administración nos enfrentamos con tres mitos que intentaremos desmenuzar:
- El mito del inmobilismo: muchos responsables en empresas o administraciones harían algo si estuviera realmente convencidos de que contribuyen a la sostenibilidad. Existe un mito de que «no pasará nada» (nunca ocurrirá una irreversible pérdida de sostenibilidad del planeta, de un país o sector) o, al menos, «no pasará nada» en mi tiempo de gestión.
- El mito del fatalismo: la idea de que haga lo que haga «no hay nada que se pueda hacer». Si va a ocurrir un desastre no está en mis manos, el deterioro del planeta no se puede detener…
- El mito de la impotencia: la sensación de que queriendo hacer algo careceremos de medios o herramientas para mejorar mi gestión, para tomar mejores decisiones, para considerar factores de sostenibilidad en las decisiones empresariales. Muchos de los elementos útiles no se incluyen en las currículas académicas, en cursos de empresa o escuelas de negocio.
El inmobilismo
Si analizamos la historia no podemos encontrar ejemplos de una pérdida de sostenibilidad global causada por el hombre. No obstante, en épocas históricas ya encontramos numerosos ejemplos de pérdida de un hábitat sostenible en un ámbito regional o local, incluso siglos antes de la era industrial. Alguien podría decir de que son casos excepcionales, pero si uno analiza la variedad y frecuencia de los casos nos damos cuenta de que la pérdida de sostenibilidad es algo bastante recurrente y común a lo largo de la historia.
El profesor Jared Diamond en su muy interesante libro «Colapso», enumera una cantidad de civilizaciones destruidas por un uso incontrolado de los recursos por los agentes económicos hasta producir su agotamiento o su deterioro a un nivel por debajo de las necesidades de subsistencia. El resultado final en estos casos fue el colapso de la economía, la pérdida del nivel de vida, la convivencia y, finalmente, la propia desintegración de la sociedad por migración o simple extinción.
Entre los ejemplos que cita el profesor Diamond uno muy claro es el de la isla de Pascua, «una sociedad que se destruyó a sí misma sobreexplotando sus recursos». Alrededor del siglo XVI en la isla de Pascua se había instalado una civilización de origen polinesio muy avanzada, capaz de producir prodigios arquitectónicos como los moais, unas estatuas de piedra tallada a mano con un peso de decenas de toneladas transportadas por kilómetros desde las canteras del interior hacia toda la línea costera. Se estima que la pequeña isla de 106 km consiguió albergar una población estable que alrededor de 15,000 habitantes.
La isla tenía una infraestructura habitacional y de transportes muy desarrollada. Había zonas con emprendimientos especializados en cultivo, pesca y construcción, y era necesario transportar estos bienes a las ciudades y almacenarlos. Habían desarrollado un sofisticado sistema de cultivo agrícola para aprovechar las lluvias y proteger a las plantas de los vientos pacíficos. El principal recurso en el que se basaba la prosperidad de todo este sistema económico era uno: la madera.
En los comienzos de la civilización pascuense, la isla estaba cubierta por un bosque subtropical formado por varias especies de altas palmeras, pero también de muchas otras especies de árboles altos y frondosos. No es de extrañar que la madera fuera el motor de la economía. Se utilizaba madera para producir fuego y cocinar, para construir canoas y casas, para las fraguas. Hasta para cremar a los muertos. Todo se hacía en base a la madera. Sólo la construcción y el transporte de los enormes moais requería grandes cantidades de madera para crear plataformas y sogas.
Durante 500 años (entre los años 900 y 1400) los isleños explotaron masivamente la madera y alrededor de ese año se alcanzó el punto máximo de explotación. A partir de ese momento, la producción de madera cayó sin parar. Hacia el año 1700 cuando llegaron los primeros navegantes europeos, casi no quedaban árboles en la isla.
El agotamiento de la madera produjo un efecto «cascada» en el nivel de vida de los isleños. La construcción de monumentos y viviendas se detuvo o ralentizó. La disminución en la producción de canoas provocó una rápida caída en la pesca y la disponibilidad de alimentos. También se redujo el combustible para calefacción y aumentaron las enfermedades. Incluso tuvieron que cambiar sus prácticas funerarias, pasando de la cremación a la momificación. La deforestación también aceleró la erosión de los suelos y desplomó los rendimientos agrícolas, así como la disponibilidad de frutas frescas.
A consecuencia de todo esto, la sociedad y el sistema político-económico se derrumbó. Estalló una hambruna y una serie de guerras locales por los recursos que quedaban, llegando incluso al canibalismo. En unas pocas décadas la población se redujo en un 70%. Alrededor de 1680 un golpe dado por la elite militar tomó el control derrocando a los viejos clanes y sacerdotes. Pero la civilización ya nunca se recuperó.
Nadie sabe a ciencia cierta por qué ocurrió aquello. Sabemos que no hubo cambios climáticos ni invasiones exteriores que desencadenaran el proceso. No podemos saber si hubo una falta de planificación del Gobierno, una ambición desmedida de los agentes económicos, una falta de colaboración entre los diferentes clanes. Quizás una combinación de todas estas causas.
Se podrá decir que esto ocurrió en un «sistema cerrado», aislado de otras sociedades, donde era imposible importar los recursos necesarios o «exportar» a la población. Pero Diamond juega con la analogía de que esa es la situación de la Tierra en el Sistema Solar. Sola, aislada, y ante una falta de recursos imposibles de obtener fuera o de un sitio adónde llevar a su población.
Sin embargo, este no es un caso aislado. Diamond detalla también el colapso de las poblaciones isleñas de las islas de Mangareva, Pitcairn y Henderson (por razones parecidas a las de Pascua), la civilización Anasazi (que fue incapaz de adaptarse a una sequía), la muy sofisticada civilización Maya, que tampoco fue capaz de superar problemas medioambientales (su población se redujo de 3,5 millones a 30,000 en menos de 200 años).
Pero si creemos que esto sólo ha ocurrido con poblaciones aisladas o indígenas precolombinos, Diamond nos pone el ejemplo de los nórdicos en Vinlandia (América del Norte) o Groenlandia: colonias fracasadas por su escasa adaptación al medio, la rigidez de sus líderes o la utilización de los recursos para importar artículos de consumo en lugar de invertir en infraestructura. O el enorme deterioro de la economía local de Montana en los ´60 que pasó de ser una sociedad próspera y autosuficiente a depender de las ayudas del Gobierno Federal y las transferencias de otros Estados.
En resumen, la sostenibilidad no está garantizada. No es nada infrecuente que un recurso natural se agote y lleve a la destrucción de una economía, sus empresas e incluso una sociedad o sistema político. Los ejemplos abundan en todas las épocas y geografías.