El mito de la fatalidad
El segundo mito es el de pensar que no hay nada que se pueda hacer, que la pérdida de la sostenibilidad de nuestro hábitat ocurrirá igual, hagamos lo que hagamos. O lo que es lo mismo, pensar que es una consecuencia no deseada del desarrollo industrial de una Sociedad. Hay buenas razones para pensar esto, viendo muchos ejemplos del rápido deterioro medioambiental en ciudades o regiones que se han desarrollado a gran velocidad, en China o India, por ejemplo. Nueva Delhi o Pekín, actualmente compiten por ser las ciudades con peor nivel de calidad de aire del planeta, llegando a límites muy peligrosos, como se cuenta en esta nota.
Sin embargo, también encontramos muchos ejemplos contrarios. La consciencia por la sostenibilidad no es nueva, como no lo son los desastres medioambentales como vimos en la primera nota. Por tanto, es lógico que existan ya tecnologías que nos permiten salvar, mejorar y recuperar una ambiente sostenible.
En una reciente charla Francisco Jariego, Director de IoT de Telefónica, comentaba el ejemplo de la ciudad de Londres. A principios de la década de 1950, Londres, la primera metrópolis industrial del mundo, había alcanzado un alto nivel de deterioro ambiental, comparable con el de las ciudades chinas de la actualidad. El abastecimiento energético de la ciudad se basaba fundamentalmente en el carbón (igual que Pekín hoy). Las calderas de los edificios se alimentaban del mismo material y, en esos años, el transporte público pasó del relativamente eficiente sistema eléctrico al de autobuses impulsados por combustibles diesel.
Entre el 5 y el 9 de diciembre de 1952 ocurrió el desastre. Un frente frío incrementó el consumo de carbón, a lo que siguió un período de anticiclón y de calma. El viento no dispersó las partículas y el humo y el hollín se asentó en la ciudad. Para peor, el carbón usado era de muy mala calidad, con altas cantidades de azufre (el Reino Unido afrontaba una escasez de divisas en la posguerra y exportaba casi todo el carbón de buena calidad). Es lo que se dio por llamar la «Gran Niebla» o «Great Smoke».
Getty Images-La gran niebla de Londres de 1952 |
Una densa mezcla de niebla y humo negro cubrió la ciudad, invadiendo incluso las viviendas y los espacios públicos. La conducción se hizo imposible y el servicio de autobuses se vio interrumpido, incluso el tránsito de ambulancias. En los cines, teatros, el público era incapaz de ver la pantalla o el escenario, y lo mismo ocurría con los recintos deportivos. Las patologías respiratorias se dispararon y los hospitales se colapsaron. Los servicios médicos calcularon que murieron 4,000 personas como consecuencia directa de la crisis, aunque algunos estudios modernos elevan la cifra a 12,000. Se calculan entre 25,000 y 100,000 enfermos por causas conexas.
Sin embargo, semejante creó la consciencia necesaria para cambiar las cosas. Se establecieron nuevas leyes para restringir el uso del carbón para la producción de electricidad y otras industrias. Se incentivó a los propietarios a cambiar sus calderas de carbón mineral por gas o carbón de coque. También se empezó a construir edificios con sistemas más eficientes de calefacción central. Los pasos fueron lentos y llevaron décadas (en 1962, se produjo un episodio parecido). Pero a pesar de cada paso parecía insignificante e irrelevante, se los dio y se fue avanzando.
Actualmente, Londres ocupa el puesto número 171 entre las ciudades más contaminadas, y bajando. Es la de mejor performance entre las grandes capitales europeas, superando a Berlín, Paris, Madrid, Estocolmo. Aunque todavía tiene margen para mejorar, su ayuntamiento sigue una clara estrategia y se siguen haciendo inversiones para mejorar la calidad del aire.
En síntesis, las tecnologías para evitar el desastre y recuperar los hábitat está allí. Es conocida y da resultados. Es el pensamiento a corto plazo y el fatalismo, lo que lleva a no aplicarlas adecuadamente. Pero si un conjunto de gestores sigue un mismo camino, con sus matices, a lo largo de un tiempo largo se obtienen grandes beneficios, sólo es cuestión de atreverse a dar el primer paso.